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Durante las noches de guardia en el hospital, yo agradecía las voces tranquilizadoras de las enfermeras en su «estar» de nuestra planta (el espacio central desde el que vigilan o descansan), dedicada a los enfermos de hematología, siempre muy graves. Era un susurro calmo, hablando de su vida, de sus hijos, de cosas ajenas al dolor que nos rodeaba. A veces, cuando tenía un momento de reposo, me dormía escuchándolas, como si su presencia nos protegiera, a mí y a todos, del dolor y de la muerte.

Alguna vez he pensado que en los vuelos nocturnos las azafatas representan algo parecido. Se reúnen en la parte de atrás del avión, corren una breve cortina y hablan de cosas ajenas a los pasajeros y a los vuelos. Ríen, comen, dialogan, y el murmullo que nos llega de ellas relaja a los desconsolados.

«Las azafatas son a los aviones lo que las enfermeras a las salas de hospital», pensé durante ese viaje a París, en el que las turbulencias hacían que los viajeros se agarrasen a sus asientos con angustia. Eran cuatro. La más graciosa había nacido en Puerto Real y las otras eran francesas. Una de ellas parecía etíope. La gaditana les hacía reír contándoles cosas en un francés con mucho acento. Yo respiré tranquilo. Las turbulencias no me inquietan, pero con aquellas mujeres que reían estaba más seguro aún de que nada malo nos podía suceder.

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